En la antigüedad greco-romana, más romana que greco, hay que decir en honor a la verdad histórica, yo era una vestal. Un día estaba con una manzana en la mano derecha, aún sin mordidas. Tenía la articulación doblada, de manera que el antebrazo quedaba paralelo a la cintura. La mano subía un poco hacia arriba, por lo que el jugoso fruto quedaba entre ambos senos, como en un cuadro. El brazo izquierdo caía, cuan largo era, por el contorno lateral: el torso, la cadera, el muslo. La mano izquierda subía ligeramente el vestido, de manera que, en ese lado, dejaba ver un grácil pie calzando unas sandalias sacerdotisa, muy en boga en la época y en otras posteriores
En esto que llega Marco Antonio (*) y me dice
-Eh, Lucrecia… Tú y yo podríamos hacer grandes cosas…
-Pero Marc, si tú eres emperador…
-Pues por eso mismo ¿No ves que los emperadores tenemos mucha mano…?
-Pero… ¿Qué diría Petronio?
-¿Petronio? Niaaaa! A Petronio le parece bien todo lo que yo hago
-No te fíes, que es un pelota
-Bueno ¿Y quién no es pelota con un emperador? Creo que tú eres la única…
-Esos pequeños detalles sutiles verdaderos son la diferencia entre los deseos y la realidad. Los emperadores, entre tanto halago, a menudo no se enteran de lo medio. Para enterarse a fondo no hay nada como ser esclavo. Nadie se reprime en su presencia, todos se muestran tales cuales son ante un esclavo. Porque un esclavo nunca se irá de la lengua. Primero porque no le dejan hablar, y después porque -si lo hace- se la cortan. Un día deberíamos escuchar al mejor de tus esclavos. Te sorprenderías. Tal vez deberíamos empezar por ahí. Esa podría ser la primera de las grandes cosas que haríamos juntos…
-Qué sabia eres, Lucrecia…
(*) Los nombres se han adaptado libremente, para evitar suspicacias
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